domingo, 29 de diciembre de 2013

Lectura a la Sheldon Cooper

Ya tengo Twitter y me siento de lo más avanzada y tecnológica. De hecho, soy ya una persona del siglo XXI hecha y derecha. Quién era yo antes del twitter, por favor. Qué es la vida sin el dichoso pajarillo azul.

Pero no, lector. Antes de que concibas (erróneamente) este texto como una crítica sarcástica y/o irónica contra el Twitter, te diré algo: creo que el twitter es uno de los grandes inventos de esta era de la tecnología en la que vivimos. Podría decir que es, precisamente, uno de los cachivaches -si es que así puedo llamarlo, puesto que no es precisamente palpable, y dicho sea de paso, esa es una de las cualidades de todo cachivache- más útiles que he visto jamás. 

Y andaba yo diciendo que desde que formo parte de la bandada azul me siento de lo más avanzada. Y así es. Debes, lector, por lo tanto, interpretar el primer párrafo como lo haría el sublime personaje de la serie televisiva norte-americana The Big Bang Theory, Sheldon Cooper, que lo habría leído sin siquiera sospechar que escondía el más mínimo sarcasmo. (Que te repito que ni lo esconde ni lo muestra, porque no lo hay).

Pero dejando de lado toda esta palabrería, venía yo a presentar una disculpa. Y es que como potencial periodista que se supone que soy, se me presupone la práctica, que de hecho es considerada por algunos como intrínseca de la condición periodística, de leer cada día muchos periódicos, revistas, pseudo-híbridos de ambos, y todo tipo de publicaciones más o menos agraciadas del mercado que puedan ustedes (y sobre todo yo) tirarse a la cara. 

Pues bien, querido lector. Da la casualidad (quizá no tan casual, pero bueno, no entraremos a discutir eso) de que en mi caso, el tiempo es un bien escaso. No voy a ponerme aquí a hacer una disertación sobre las razones pero sirvan de ejemplo dos aspectos de mi vida cotidiana para explicar dicha situación: en primer lugar, mi bien merecido apodo "Mujer Torbellino", y en segundo lugar, el regalo de Navidad de mi hermano, un libro titulado "Administre su tiempo eficazmente". 

Ironías de la vida.

El motivo de la disculpa de que hablaba hace ya muchas líneas es que, como consecuencia de esta falta de tiempo, ni leo el periódico cada día, ni mucho menos puedo soñar en leer varios periódicos cada día.

Pido perdón por el desengaño que hayan podido ustedes llevarse. Porque además tengo la cara de dedicarme a escribir un blog. 

(Sigan ustedes leyendo como si fueran el Doctor Cooper)

Como decía, les doy permiso para que abandonen la lectura.

Ahora bien, si se aventuran ustedes a seguir siguiendo el curso de mis líneas, en mi defensa diré que leo. He leído toda la vida y lo sigo haciendo, ávidamente, en los momentos más inoportunos probablemente, más inesperados y más cortos de mis ajetreados días. Pero lo hago. Aunque no lea todos los días el periódico, o la novela que -pobrecita, está ya hecha polvo- arrastro de un lado a otro como si de una parte más de mi cuerpo se tratara. 

Pero es que además ahora entra en juego el Twitter de que les hablaba al principio. Porque el dichoso pajarito azul me ha solucionado la vida -parcialmente, claro, porque esta clase de cosas nunca se llegan a solucionar del todo- al hacer posible que yo siga en Twitter a todos los periódicos, revistas, pseudo-híbridos de ambos y todo tipo de publicaciones más o menos agraciadas del mercado que puedan ustedes (y sobre todo, yo) tirarse a la cara. 

Pero es que hay más, porque seguir (y abandonen por favor ahora la lectura como si fueran nuestro querido Sheldon Cooper, que no entiende de ironías ni sentidos figurados) no significa andar por la calle detrás de algo, adecuando la propia dirección a la del objeto o persona seguida, significa que yo, seguidora, puedo leer todo mensaje que dichas publicaciones, a través de su propia cuenta de Twitter, lancen a la red.

Fascinante, absolutamente sublime.

Sin embargo, estoy todavía en pleno proceso de adaptación a esta herramienta tan poderosa, y una vez más debido a mi carácter, soy reacia a modificar mis convicciones más profundas, entre las que se encuentra la de que, a pesar de los altibajos y desastrosas gestiones de todo que ha hecho EL PAÍS, lo considero uno de los mejores periódicos del panorama que se encuentra a mi alcance (tanto intelectual como físico), pero lo considero el mejor de nuestro país en cuanto a oferta cultural.

Y ya digo que han cometido, también en ese campo, imperdonables errores. (A quién en su sano juicio se le ocurre dejar marchar a Maruja Torres, por favor, que alguien me lo explique.)

Pero resulta que a mi me gusta mucho. 

Total, que hoy es domingo, y en vez de pasearme por la pantalla del ordenador con el pajarillo y la banda azules como cabecera, me he sentado al lado de la chimenea con El País Semanal en las manos. 

Y pido nuevamente, llegados a este punto, disculpas (relacionadas estrechamente con las anteriores) por tener la cara de escribir un blog y dedicarme a mencionar y recomendar artículos y publicaciones cuando a duras penas puedo abarcar la lectura de un décimo de las publicaciones de este país.

Pero si hay algo que sí tengo es criterio (bueno, está en proceso de formación, pero lo poco que tengo ya me esfuerzo en usarlo) y he de decir que el número 1.944 de 29 de diciembre de 2013 de esta publicación dominical de EL PAÍS es loable en muchos aspectos.

En primer lugar, por la portada. Los colores, la disposición de los elementos en la plana y el enorme dibujo (encima, ¡en silueta!) del inconfundible perfil del personaje más destacado del año según la publicación conforman un total de lo más atractivo. A la vista, e intelectualmente. 

A la vista porque no es una portada habitual. (Por favor, ¿un dibujo? y ¡¿en siuleta?! Agárrense, porque se salen (en sentido figurado y literal).

Pero también intelectualmente porque quien es lector habitual de El País Semanal sabrá que tienen la sublime costumbre, en el último número del año, de dedicar tres cuartas partes del espacio del suplemento a un sinfín de retratos de los personajes más destacados del año, escritos por personalidades, a vez, destacadas también del panorama nacional e internacional. 

Así pues, loable en segundo lugar por una práctica que considero, desde mi humilde e inculto punto de vista, de lo más acertada. Por muchas cosas, pero por dos que merezca la pena mencionar ahora: en primer lugar, por la frescura en el diseño y en la redacción, que se aparta muy eficazmente de lo que sería una larguísima crónica plagada de subapartados, pesada a la vista y a la mente por la monotonía del estilo de la escritura.

Pero en segundo lugar, por la genialidad del hecho de dar la palabra a muy variadas personas. Personas que no son siempre periodistas ni escritores. Tienen cabida, pues, todo tipo de gentes -escogidos por la cúpula redaccional, claro, pero no por ello menos acertada la práctica- que hablan de otras personas describiéndolas y dejando pues una huella ellas, y el objeto de sus escritos a su vez. 

Y es esta también, rizando el rizo, una práctica que metafóricamente podríamos considerar como un reflejo de lo que quisiera ser la sociedad de hoy en día, esta sociedad que querría dar la palabra a todos.

Tal vez El País Semanal decida que el último día del año es la mejor ocasión para gritarle al mundo que todos podemos -y añado yo, debemos- gritar.

De hecho, si tuviera que elegir yo a alguien a quién dar la palabra ahora mismo, en este preciso instante, se la daría (y les doy permiso a ustedes, lectores, para criticar mi debilidad) a Javier Marías, que se luce, como siempre, con verdades como puños en la última página de El País Semanal. 

Castigar lo inexistente, Javier Marías: 

Nuria Ribas Costa


PD: buenísimo artículo de Almudena Grandes en este mismo número, dos páginas antes que la Zona Fantasma de Javier Marías. De hecho, creo que os deseo feliz 2014 a todos poniéndome en boca las palabras de Grandes.

Y sobre todo, salud; Almudena Grandes


viernes, 13 de diciembre de 2013

Historia de ojos negros y larga melena

Se me ha caído el té. He puesto demasiada agua, no he calculado bien y se me ha caído el té porque soy tonta y he metido la bolsa cuando tenía el agua a ras de la taza. Pero bueno, suspiro, me digo que soy tonta y voy a buscar un trapo para secar la mesa mojada. "Menos mal que no se me ha ocurrido ponerlo cerca del ordenador", pienso. Pienso que así me acordaré otro día de hasta dónde no tiene que llegar el agua en la calentadora, para que no se me caiga el té, para que no se me moje el escritorio, para que no tenga que ir a buscar un trapo y secar la mesa. Otra vez.

Decían que la paciencia era la madre de la ciencia. Pero yo he estado pensando mucho y desde mi ignorancia me atrevo a desafiar al refranero español, con toda su sabiduría incuestionable (y esto no es ironía de ninguna de las maneras) y decir que quizá podríamos adaptar esa frase y decir que también la experiencia es la madre de la ciencia. O vayamos, quizá, un poco más lejos, aventurémonos a decir que la experiencia es la madre de la vida. Vaya, qué cursi ha sonado eso. Déjemoslo en el aventurémonos a secas, quizá mejor.

Aventurémonos a seguir avanzando. 

Porque dicen también que está perdido quien pretende vivir en el pasado, quien pretende que el pasado era mejor, quien suspira por unas vivencias que no forman parte del presente y está ciego, pues, porque desaprovecha durante todo ese tiempo todo su tiempo, el de ahora, el que cuenta. 

Pero estaba yo hablando de la experiencia. Y decía que también es la madre de la ciencia. Y podríamos ampliar eso de ciencia y decir que la experiencia sería como una especie de máquina de esas apisonadoras que aplanan el camino y lo hacen más fácil y transitable. Es algo que va por delante de nosotros ayudándonos a visualizar mejor las piedras gordas con las que no tenemos que tropezar, porque son las que la máquina no ha dejado chafadas contra el suelo. 

Porque la experiencia sabe que las piedras gordas nos harán meternos una leche del copón. Pero de las grandes. Porque claro, la experiencia ya se ha pegado una leche, sabe lo que es y las consecuencias que implicaría y entonces enciende una alarma, despliega una señal, abre una compuerta o cualquier otro tipo de recurso inteligente y rápido y nos dice "eh, tú, por aquí no pases. No pases porque ya te caíste una vez, no querrás volver a caerte."

Esa experiencia, a nivel global, se llama Historia.

La Historia se nos cose al espíritu cual botón que se cae de una chaqueta, se nos agarra con fuerza a las venas y las arterias y sube poco a poco por las extremidades. Pero no la vemos, ni la notamos. No la percibimos ni sabemos reconocerla, la guardamos bajo llave y la regalamos, envuelta en papel de plata, en papel de regalo o en papel de Kleenex reciclado. 

La Historia se convierte en nuestra experiencia inseparable, en nuestro Pepito Grillo. Si la conocemos. 

No es sano no conocer la Historia. No tener una primera cita con ella. Mirarla a los ojos, o torcer la vista por vergüenza y sobrecogimiento con la profundidad de sus ojos negros azabache. Con el brillo de su larga melena o con la lucidez y delicadeza de su piel, que está sin embargo bien curtida. Es normal que nos cueste apreciar su belleza, ante tantos puntos donde mirar. Tantas cosas que observar y devorar, con la mirada y con el intelecto. Porque la Historia es deliciosa. Deliciosamente densa y pura, espantosamente pesada, inquietantemente extraordinaria y sorprendentemente interesante.

La Historia nos enseña, nos hace ver con otros ojos, después de aprender a ver como ella vio, vemos nosotros mejor y más claro. Aunque siempre nos quede alguna diotría. Estas diotrías son las impefecciones. Y la imperfección es humana.

Quién en su sano juicio daría la espalda a la Historia, tan bella y absorbente, tan ineludible. Quién no querría casarse con ella, hacer de su complejidad la esencia de una vida.

Pero no, no es aconsejable, ni correcto, ni sano, ni saludable anclarse en el pasado, ni hacer de las reliquias históricas un becerro de oro.

Porque dicen también que está perdido quien pretende vivir en el pasado, quien pretende que el pasado era mejor, quien suspira por unas vivencias que no forman parte del presente y está ciego, pues, porque desaprovecha durante todo ese tiempo todo su tiempo, el de ahora, el que cuenta. 

Yo no sé de política, ni de Derecho (al menos de esto segundo no sé todavía excesivamente). Ni tampoco sé demasiado de Historia, ni mucho menos de la vida. Pero sé un poco de sentido común, y eso me enorgullece enormemente. Con toda la modestia del mundo, pero me enorgullece. Porque parece ser que el sentido común es el menos común de los sentidos. 

No sé qué se traen entre manos los Gobiernos de este país, ni las Instituciones europeas, ni el mundo en general. No lo entiendo, y quizá no quiero entenderlo. Y se me puede culpar muy severamente, queriendo ser una potencial periodista, por decir esto útlimo que acabo de decir. Pero la cuestión no es qué hacen, sino cómo se atreven a hacer lo que hacen.

Se ríen en nuestra cara y ¿qué hacemos nosotros, quejarnos? Un momento, por favor, necesito respirar. No acabo de entender nada de lo que está pasando. No, no es que no lo entienda. Es que no hay cabeza ni cerebro que en sus cabales sea capaz de interiorizar tal grado de estupidez del que se hace gala en este país.

Venía yo diciendo, al principio de esta larguísima disertación que hace rato ya que se me fue de las manos, que se me ha caído el té porque no he calculado bien la cantidad de agua que debí meter en la calentadora. 

Y he pensado que no hay mal que por bien no venga, y que al menos ahora ya sé, para la próxima, hasta donde no tengo que llenar ese dichoso cacharro.

Pero este "no hay mal que por bien no venga", y ya me perdonará una vez más el refranero español, estoy empezando a ponerlo cada vez más en duda. Yo, y el resto del mundo. El resto del mundo que ha tenido el placer de conocer a la Historia, por supuesto.

Félix de Azúa hace una llamada a "avivar el seso y despertar" en La Cuarta Página de EL PAÍS de este 13 de diciembre. No diré que esté de acuerdo con su conclusión, para aclarar eso habría que escribir otra disertación más como esta y hoy ya no tengo tiempo. Pero lo que sí me gusta, y mucho, es que se desprende de su artículo una idea que yo no he dejado de reiterar en todas las líneas que sobrevuelan estas palabras. 

"Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad." dice de Azúa. Hola, damas y caballeros del mundo del siglo XXI, haced el favor de quitarles el polvo a los libros de Historia. Porque os estais dando una leche del copón y ni os estais enterando. 

Y entonces va la señora asesora del Ministro de Educación español José Ignacio Wert (fíjense qué paradoja tan graciosa) y llama a la Universidad de las Islas Baleares preguntando que cuánto cobra el señor Ramón Llull.

Señora, es usted estúpida. Y no poco. Se le ha caído el té no una, sino mil veces. Y ahora, otra vez. Pero esta vez se ha mojado usted entera, en vez de mojar la mesa. Y como usted, millones de personas. Oh, y paradójicamente, muchas de esas nos gobiernan. Qué bien.

Y es que no tengo nada más que decir que no sean tacos, y como puedes ser un menor que esté leyendo esto mejor me los callo, que total tampoco son demasiado bonitos ni hacen bien a la lengua. 








Nuria Ribas Costa




sábado, 23 de noviembre de 2013

Incoherencia noctámbula

Vacía, estaba vacía. La mesa, su mente, ella. Triste, sola, agotadoramente melancólica y dudosa de ser una compañía deseable, se deshacía en miradas sabrosas y ondas impalpables de sonidos de ultratumba. Agarrada a la luz de una vela, prometiéndose crecer siempre al revés. O no crecer. Queriendo luchar y jugárselo todo a una.

Lanzó los dados y el termómetro del teléfono inteligente marcó cinco grados. Bajo cero. Estaba bajo cero. Pero marcaba cinco grados. 

Incoherente, sonriente y fría como una mañana sin sol. Como un despertar nórdico. Como la hora del té en la Laponia más remota en un día calurosamente gélido en pleno enero de un año sin determinar.

Sin determinar, como el brillo de sus ojos. Indeterminado el volumen de azúcar en ese café tan salado.

El mar rugió. Qué mar, si aquí no hay mar, sólo una especie de cosa que se cree salada pero no se acerca a la verdad de nada. O a la verdad de la nada. Y si la nada no existe entonces el silencio calla, porque tampoco existe.

El silencio siempre se calla.

Qué mentira tan rematadamente estúpida. Nada tiene sentido. Nada. Silencio. Silencio. Silencio.

Fascinante, perturbador. Silencio. Que no se oiga nada, que no nos oigan llegar. 

Notaba esa especie de vacío interno de cuando sabes que vas a echarte a llorar pero ese algo tan indescriptible se agarra a la campanilla y decide que no va a pasar una sola gota de aire por ahí que no sea específicamente necesario para asegurar tu supervivencia a través del intercambio de gases.

Los bronquios intercambian gases.

Y la bronquitis es una enfermedad.

Quizá tenía bronquitis y aquél día no quería trabajar la campanilla. O Campanilla. Y creció del derecho en vez del revés. Vaya.

Vaya qué cosas ocurren en este lugar tan extraño. O estraño. Estraño está mal escrito. No, mal escrito es todo lo que está por encima de estas líneas, sin pies ni cabeza, sin ton ni son, sin ritmo, sin pan en un día salado. O dulce. O asquerosamente luminoso.

Me duelen los ojos esta mañana. O esta noche.

Creo que me he vuelto un poco vampiresa. Dolor. Qué dolor.

Se rió, con sus bronquios enfermos y su campanilla traviesa. Y Campanilla muy traviesa estaba ya muy lejos de allí. 

Dudosa de ser una compañía deseable. Vacía y llena a rebosar de silencios. Llena de silencio. 

Cogió el teléfono inteligente aquél que tantos dolores de cabeza le daba siempre. Abrió la aplicación aquella del pseudo-piano que no sabía para qué se había bajado, y empezó a teclear. Era muy fácil, era muy lento. Eran un par de notas muy tontas y sencillas y tan asquerosamente complicadas para ella. Todo era asqueroso. Estaba tan llena de vacío que se ahogaba.

Y cantó.

My funny valentine 
Sweet comic valentine 
You make me smile with my heart 
Your looks are laughable 
Unphotographable 
Yet you're my favourite work of art 

Is your figure less than greek 
Is your mouth a little weak 
When you open it to speak 
Are you smart? 

But dont change a hair for me 
Not if you care for me 
Stay little valentine stay 
Each day is valentine's day





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Estaban borrachos. Y aquel lugar se había convertido en un sardinero. La gente se apretujaba, restregándose unos con otros: una especie de pasión fingida tan falsa como el sol de medianoche en el Caribe. Ella llevaba un disfraz peligrosamente frágil para el lugar, y se había cansado de auto-protegerse. Él hacía rato que se dejaba llevar, con rostro indiferente. Era muy fácil encontrar la soledad en aquel lugar. Allí, tan excesivamente acompañado.

Estaban borrachos. Y hartos de aquel sardinero. Entonces decidió que se marchaba, pero no lo encontró. Arrastrada por cuerpos sudorosos y camisas pegadas al cuerpo, intentó dar una vuelta a la sala. Seguro que se había ido. Cabrón. Se había ido.

Caminaba deprisa. El suelo estaba húmedo, las gotas acechaban, desde el cielo. Quería subir.

Estaban borrachos. Empujó a puerta, las luces estaban todas encendidas. Él no se había cambiado. Estaba sentado en la cama. Se rió al verla, ella de él. 

Estaban borrachos. Había mucha luz, se cegaban. Él tenía una guitarra. La púa era blanca, todo era blanco. Les daba vueltas la cabeza… Cogía la guitarra con suavidad, como si la acariciara. La púa le resbalaba entre los dedos. Los acordes eran esos. No desafinaba.

Estaba borracho, y no coordinaba una mano con la otra. Iban a destiempo, y el resultado era una canción que quería ser otra pero se negaba a llegar a serlo. Todo le daba vueltas. Eran esos acordes. Movía la mano derecha. Se equivocaba con la izquierda.

Se echaba atrás, soltaba las cuerdas.
Reía. 
Reían. 

Estaba borracha. Los acordes se recomponían en su mente, difusos. Se hacían notas conocidas, se dibujaba un recuerdo. Él la miraba, ella abría la boca. Y rescataba del fondo de su garganta alcoholizada una nota acorde con la de él. Y otra. Y hacía una palabra, trenzaba los acordes con su voz, afónica. Gastada. Noctámbula. Ebria. 

Y él se equivocaba, se echaba atrás, soltaba las cuerdas. Ella ahogaba la nota, giraba la
cabeza, tosía. Se miraban, buscándose los ojos. Intuyéndolos. Sin enfocarlos. 

Y reían.

Estaban borrachos. Ella apagó la luz del escritorio. Se sentó en él. Él guardó la guitarra, cayéndose sobre la cama mientras se ladeaba para dejar el estuche. Ella sonrió, ebria. 

Se miraron. 

Entonces él puso jazz. Y se estremeció de placer. Ella cerró los ojos.

Estaban borrachos. El jazz también. El jazz también estaba maravillosamente borracho.

Nuria Ribas Costa

viernes, 1 de noviembre de 2013

Cafè

-A mi el que em fot és que vosaltres, quan veieu una persona vestida de traje i amb un maletí dieu automàticament "vaja fill de puta". I això no és.

-No crec que aquest sigui el problema. I no ho fem parlant de la persona, és un impuls fruit d'un rebuig cap a un model, una organització basada en les oligarquies. És a dir, des del meu punt de vista jutgem els estereotips, els símbols d'una organització preimposada que ens ve des de dalt, tant a nosaltres com als jefazos

-Però, una cosa, escolteu-me siusplau. Una cosa: ara, el que no podem negar és que avui en dia el concepte de triomf actualment és guanyar diners. Si tens diners, has triomfat en la vida.

-Home, no sé...

-Sí, això no ho podem discutir. Per a bé o per a mal, i ja m'agradaria a mi que fos diferent, però mira.

-Però un moment, a veure. A mi ja em perdonareu, però no em sembla malament que el meu objectiu en la vida sigui guanyar diners, si així puc anar-me'n de viatge cada estiu. 

-Estic d'acord. 

-Ja però aquesta no és la idea. La idea no és els diners com a objectiu sinó els mitjans de producció dels diners. És al que em refereixo quan parlo d'un model preimposat. L'explotació del treballador, la classe obrera determinada que no pot aspirar a adquirir una posició beneficiada com la que ostenten els alts càrrecs d'una empresa. 

-Una pregunta un moment, porfa ja perdonareu la meva ignorància però crec que hauriem d'aclarir conceptes. Quan parlem d'obrer, què vol dir?

-Home doncs qualsevol persona que treballa a canvi d'una remuneració...

-Un obrer és tota persona que intercanvia la seva força de treball per una remuneració pecuniària.

-I en l'actualitat, la classe obrera és doncs la que està predeterminada, deies. 

-Exactament.

-Escolta però un empresari també és classe obrera.

-A veure...

-No, és a dir, un moment, si ho definim com ho has dit, obrer és qualsevol treballador i un empresari és un treballador com qualsevol altre. 

-Sí, però té un lloc privilegiat a l'empresa que ha creat.

-Dons perquè se l'ha guanyat! 

-Sí, se l'ha guanyat però està, ell també, determinat dins d'un model de producció que beneficia per definició les oligarquies! Un empresari es converteix en oligarquia que sotmet a la classe obrera des del moment en que es situa per sobre d'aquesta classe, i deixa de formar-ne part!

-Ja però qualsevol obrer pot crear una empresa. Qualsevol persona de a pie pot aixecar-se un dia i dir "eh, dons mira avui tinc una idea i crearé una empresa"...

-Bueno bueno bueno, aquesta hipòtesi d'escalar en la piràmide de classes té també un abast molt llimitat, eh? No podem generalitzar per aquí...

-...Sí, clar, tens raó però...

-...però si no generalitzem per aquí no podem generalitzar per l'altre cantó tampoc. És que mira, els homes de traje dels que parlavem abans, no pots tatxar-los a tots de fill de puta, perquè son persones humils que potser es deixen cada dia la pell per a que els seus treballadors puguin tenir un sou digne!

-Estic completament d'acord.

-Sí, clar, però no és a aquesta gent a la que jutjo...

-No, clar, jutges als jefazos inhumans gilipolles. Però és que no ho són tots, així. De fet, si generalitzem, hem de generalitzar tenint en compte que la majoria no són gilipolles, sino petites i mitjanes empreses amb amos que han tingut bones idees en la vida i que han aconseguit sous dignes per a assegurar sous dignes a qui es deixa la pell per ells.

-Però és que aquests també tenen un model de producció preimposat, fixa-t'hi! Per què uns a dalt i altres a sota? No és així com funcionen les coses, no és com haurien de funcionar!

-I quina proposta tenim? 

-A veure, escolteu-me, m'escolteu? Escolteu a veure jo crec que hem de partir del punt que l'home és dolent per naturalesa, és corrupte i ansia el poder. I un cop el té, en vol més i més i no se'n pot treure res de bo d'aquí...

-Uf, si ara entrem en concepcions antropològiques...

-No, no però té raó! És a dir, no podem confiar en la benevolència de les persones un cop som a dalt! Perquè el poder corromp! Tu li dones a la persona humana fins aquí, i agafa fins aquí!

-I llavors què, tallem les ales?

-Jo no ho diria així...

-A veure, doncs posem uns límits. És a dir, decidim fins a on és el màxim que pot estar per sobre un directiu d'un obrer en una empresa, i llavors...

-...és que veus? Ja hi tornes! Obrer també és el directiu! I si és directiu doncs és per què...

-...vale doncs diem un "alt càrrec" i un "administrador". A veure, doncs el que deia, establim un màxim de punts que pot estar per sobre el primer del segon, i així assegurem una menor desigualtat!

-Aquesta llimitació sembla molt idílica, però és que és tallar l'ambició. I aquesta perdoneu-me però també és una característica intrínseca de la persona humana. M'estàs dient que amb aquesta llimitació una emprenedor no podria plantejar-se un avenç en la seva empresa que impliqués una millora i un augment dels ingressos econòmics perquè això desequilibraria els sous. Però què passa si aquest home el que vol és guanyar més diners per després tenir un matalàs per després pujar el sou a la resta dels seus treballadors? És que clar, a mi si em dius no pots anar més enllà d'aquí... Jo soc una persona que sempre vol anar més enllà, i com jo tota persona humana, som ambicioses per naturalesa, tenim idees, valors...

-T'equivoques, no som ambicioses per naturalesa. Tu ho ets per naturalesa, no tothom.

-Té raó.

-Eh una cosa, una cosa, escolteu-me, vaig a buscar-me un café, algú vol alguna cosa?

-Jo vull un tallat.

-Jo vull un tè. I li pots demanar que t'hi posin mel?

-Ooooh merda jo em beuria un cafè amb llet...

-Home, no abusem...

-Va, no, jo t'acompanyo! A veure repetiu què hem de portar...

sábado, 12 de octubre de 2013

Cerveza, sordina y escobillas

Olía  a cerveza y a música cubana. A madera desvencijada y a luces rotas. Olía a whisky y a tequila, al metal de los taburetes altos de barra. Olía a la tapa levantada de un piano de pared de madera fea, a micrófonos y a cables. Olía a patio de butacas improvisado, a cristal y a focos de colores cálidos. A una sordina rodando encima de la madera de un escenario pequeño. Olía al humo de los pitillos que se filtraba por las rendijas de la puerta, a papel de unas partituras que no estaban presentes y a fundas de instrumento. Olía a metal de saxo y a polvo.

Olía a músico. Y a música.

La entrada era de esas de dos puertas, con un cartel que rezaba el nombre del local en forma de media circunferencia. Harlem Jazz Club. En blanco y negro. La segunda puerta tenía cristales y madera vieja. Justo después de franquearla aparecía un cachivache alto, una selecta y esbelta mesa convertida oficina de admisión. Llena de papeles y con un hombre y una mujer como guardianes.

Luz tenue, una barra larga, de madera quizá, y un fondo blanco con botellas. Infinitas botellas de alcohol.

Flanqueando el pasillo hasta la zona ancha, una fila de taburetes de esos altos de metal sin cojín, a la izquierda, formando cual ejército de soldados; y una pared blanca a la derecha. Sosa. Triste.
Sabía a papel de fumar y a saliva en el suelo. A limón y a cerveza negra.

Luego una sala grande, si así podía llamársele. Un espacio ancho con el escenario al fondo y una segunda barra a la izquierda. Pequeña, con caperuzas de lámpara colgadas al revés, y focos amarillentos proyectando desde arriba haces etéreos en su interior.

La luz estaba rota. Era fucsia, naranja, roja, amarilla y blanca. Tímida, arrancaba pedazos a la oscuridad predominante en el local.

Era tarde. Horario músico. Retraso de cortesía que permite a los más tardones regodearse en su prefabricada puntualidad. Pero era ya demasiado tarde.

Entonces nació el movimiento al lado de la segunda barra. Tomaron cinco siluetas el escenario, se iluminaron sus caras en rosa, rojo y amarillo.

Un, dos, tres…

No olía sólo a música.

Olía a jazz.



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Una batería marcaba el ritmo. Colocada al fondo como si no hubiera espacio para todos en aquel diminuto escenario, un joven vestido de azul golpeaba con soltura aquella fabulosa invención de percusión. Hacían en ocasiones las escobillas su aparición intrusa, difuminando el sonido de los platos, que se mezclaba con la luz y el polvo y las gotas de saliva que llenaban los vientos que tomaban el relevo del protagonismo.

Un saxo, una camisa de manga corta, un gorro y un ritmo intravenoso, de movimientos y sonidos seseantes, de notas que derramaban clase.

Una trompeta, con sordina, que parecía hablarle al micrófono en susurros, como cantándole un secreto sin saber que su silencioso interlocutor ya se lo estaba contando a toda la sala. Entonces en un abrir y cerrar de ojos desaparecía el tapón y chillaba estridente la trompeta, cayendo casi, hacia atrás, el joven de camisa oscura, brillante bajo el foco, sermoneando a gritos en forma de notas al micrófono por su indiscreción.

Pero callaban los vientos y volvían las cuerdas. Las pulsadas, con su sonido envolvente e hipnótico, abrazaban camufladas y discretas a la armonía de las cuerdas percutidas de un piano de pared. Con camiseta blanca y pelo largo, movía los dedos con soltura el bajista para dar pie a un joven de ojos claros que tocaba encorvado hacia adelante, la oreja peligrosamente cerca de sus amadas teclas, caídos los párpados al son de la música.

Miradas cómplices, sonrisas sinceras y ojos brillantes. Rostros jóvenes y una energía que teñía el Harlem. Gritos de júbilo, de admiración, de emoción y de juerga.

Un ritmo jazzseado, mezclado con crescendos que despertaban emociones, un crescendo que subía y subía y explotaba en una armonía perfecta entre cinco músicos de orígenes idénticos.

Músicos con sabor a sal y olor a tierra rodeada de agua, convertidos en parte del cartel del 45 Voll Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona.

Se llaman La Marina Band, y nos esperan arriba.





Presentació el divendres 11 d’octubre del primer álbum, de l’agrupació de jazz eivissenca La Marina Band, Adalt, al Harlem Jazz Club de Barcelona.


 Nuria Ribas Costa

domingo, 15 de septiembre de 2013

El silencio

En un perpetuo cambio, el paso estático del tiempo es un concepto que suena a utopía. En el subconsciente del ser humano, condenado él mismo al cambio, se manifiestan síntomas de una debilidad por la duda, por el parón, por el sincero anhelo de un permanecer eterno. Ese paso estático inalcanzable.

Difícil es, en un momento dado, reconocer dichos síntomas. Calla entonces la persona, ajena al mundo y al desconocimiento que implica el saber, e inmersa en un no-quiero-llegar-pero-que-se-acabe-ya-el-viaje, se abandona a los más recónditos sentimientos de su subconsciente. Es entonces cuando aparece el silencio.

Existen muchos tipos de silencio. El silencio de un hombre que espera la muerte, como decía Patrick Rothfuss en su novela “El nombre del viento”, es uno de los más pesados. El silencio del fin de la jornada, que expira cansada para dejar paso a un intervalo indefinido hasta que empieza la siguiente hora de trabajo, ajetreo y ruido. El silencio de un bebé cuando desaparece su llanto, saciado por la leche materna.

Pero existe un silencio impalpable, como robado al tiempo. Un silencio camaleónico, que se esconde en los rincones y en las puntas abiertas de las melenas. Un silencio que reposa en las pestañas y en la piel del lóbulo de la oreja, en las comisuras de los labios y en el orificio nasal derecho.

Un silencio ajeno al mundo, sin el cual el mundo carecería de sentido.

Es el anhelo de la persona por un parón temporal, que se vuelve físico pero no palpable, el silencio de la autocensura por un deseo impronunciable. Qué clase de persona la que prefiere restar inmóvil en un lugar de la línea del tiempo, desapareciendo de la existencia misma. Que desearía conocerse y tras el silencio se consume, poco a poco, como atrapada en sí misma.
Llora entonces la persona. O no. Grita entonces la persona. O no. Se abalanza al suelo, pega puñetazos al aire, hiperventila. O no.

Todo en silencio. Un manto pesado y duro, traspasable, sí, pero con un esfuerzo que no se mide en calorías.

Un manto como la luz de última hora de la tarde, que acuchilla los árboles y se refleja huidiza en la superficie del agua de una piscina. No hay corrientes pero el agua se balancea, gira, inquieta. No hace viento pero el agua arruga el entrecejo.

Sobre ese movimiento inexplicable se cierne entonces el silencio. Ahogando. Ahogando al agua.

Sumida en su silencio ve la persona pasar el tiempo. Muy a su pesar, ve las horas sucederse tras los minutos y los minutos pelearse por avanzar. Y avanzar. Y seguir avanzando. Entonces llega esa impotencia. Es el agua que se balancea, es entonces la persona quien arruga el entrecejo, frunce el ceño y deja rasgados los ojos. Inquieta, agotada. Asustada, furiosa.

Y cree la persona, que debería ser capaz de hacer eso, o aquello. Cree ser egoísta en su silencio. Cree estar lejos de lo que de verdad quiere y querer la lejanía al mismo tiempo. Desea un apartar contra el que quiere combatir. Es entonces una maraña de sentimientos contradictorios que camina balanceándose y cae al agua, y se moja, y aúlla en la noche.

No llores, silencio. No eres censura para mí. No permitas que crea que mi callar es culpa tuya, y que mis deseos pesan en mí bajo el manto impalpable. El silencio es un viaje hacia mí, y creo en el quererlo. Y en el querer volver sin abandonar lo que vi.

Tampoco llores, silencio, el silencio de los demás. El silencio de una historia. El silencio de unos ojos verdes.

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Era corpulento, sonriente y bonachón. Una de esas personas con las que te gustaría pasar horas hablando, una de esas personas con las que un encuentro casual en la calle era demasiado corto para conversar.

Un “hola” salido de su boca no era nunca sólo eso. Era una declaración de principios de la felicidad que debía desprenderse en un día soleado. Era la Constitución de la alegría.

Una mirada efusiva y centelleante, una sonrisa brillante, una voz penetrante y un corazón del tamaño del universo.

El servir al Estado fue su trabajo, extrapolado a una forma de vivir convertida en devoción a las personas y al esfuerzo. En un anhelo a la verdad y la fuerza. En un “siempre adelante”.

Tal vez debamos seguir adelante entonces.

Sonreír, y declarar la alegría en hacerlo.

Estrechar la mano a nuestros amigos como si nos fuera la vida en ello.

Y levantarnos.

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Un día me dijeron que la muerte era como un hombre con una pistola en lo alto de un rascacielos en una ciudad. Un día disparaba, y caía alguien a tres manzanas de tu situación. Otro día disparaba, y caía quien caminaba contigo.

El pasado 9 de septiembre de 2013 cayó alguien que caminaba muy cerca de mí.
Descanse en paz, L. A. C.





A Laura Cailà Puig, por sus silencios tan valiosos; y a Lorenzo Aznárez Tur, porque cuando el camino se hace duro, sólo los duros siguen caminando.


Nuria Ribas Costa

jueves, 22 de agosto de 2013

Días rojos

Digamos que es un día de esos de verano en que hasta las cigarras se cansan de cantar por el calor. Digamos que te duchas, y que tres segundos después de salir de la ducha vuelves a estar empapado. De sudor. Pegajoso sudor. Digamos que todavía no has comido. Digamos que has cerrado las ventanas de tu casa porque es preferible que no entre el aire infernal. Digamos que estás solo. Digamos que son las dos de la tarde, pero tú no sabes qué hora es.

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Se le habían roto los labios. Ese acontecimiento tan molesto que dificulta cualquier intento de sonrisa y que acaba haciendo que te parezcas a una serpiente, sacando la lengua cada tres segundos, mojando artificialmente la piel rasgada para alejar el dolor momentáneamente, sabiendo sin embargo que tal empresa acabará siendo en vano.

Se le habían roto los labios pero no tenía cacao en casa. Recordó entonces que una amiga suya le había dicho una vez que el aceite hacía la función de protector labial (o cutáneo, o tal vez fuera otra clase de protección, o quizá ni protegiera, oye) pero se lo puso igual. Difícil fue entonces no lamer y relamer. El aceite le recordaba a su infancia, a la abuela gritándole a papá que había cinco quilos más de aceitunas que el año anterior, a papá gritando que se iba a buscar más sacos, a mamá subiendo con una bandeja de ensaimada y flaón.

Se le habían roto los labios y le dolían. Le dolía todo el cuerpo, pensándolo mejor. Se levantó de la silla y se dirigió a la cocina, a comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Hacía viento, ese viento veraniego, odioso porque ni refresca ni deja refrescar, que hacía tambalearse los cristales inamovibles de las ventanas. Menos mal que no era aquello Zaragoza, se dijo.

Se le habían roto los labios pero para mirar fotografías no le hacían demasiada falta, así que se alegró. Parecía que oía la voz de Marc Lavoine escalando tímidamente el oído externo, luego el interno, y luego las ramificaciones sanguíneas hasta su corazón. Parecía exactamente eso cuando pasaba las páginas de uno de sus libros favoritos. Era una de esos grandísimas publicaciones de tapas duras, con cubierta de papel de quita y pon (tan incómoda, que siempre le había parecido que solo servía para incordiar, una trozo de papel plastificado con una bonita imagen en la parte delantera, que abrazaba el libro con ligereza y dejaba a éste bien desnudo al desaparecer). Esa joya era un recopilatorio de imágenes de Berlín, París, Bruselas, Barcelona, Viena, Londres… Ciudades europeas, hablando cada una en su idioma, guiñando cada una el ojo con su luz, mostrándose cada una desnuda y fría, y cálida y templada, y triste y alegre, y roja, azul, violeta, verde, magenta, amarilla, gris o roja. Roja como los días fatales de Audrey en Desayuno con Diamantes.

Se pasó la lengua por los labios. Rojos también ellos como los de Audrey. Lavoine y su lírica seguían escalando. Sin tropezar. Aquel día tocaba París. Topó de frente con una foto desenfocada de un helado en forma de flor. “Montmartre”, rezaba el pie de foto. Se relamió los labios otra vez. Quién sabe si por dolor o anhelo, si por la nostalgia que de pronto le asaltó, si por el dolor contenido, o el aburrimiento disfrazado de paz, o la paz disfrazada de tristeza.

Pasó la página. Era esta vez la foto de un café señorial de esos que flanquean el Sena, con sus Bateaux Mouches que parecen sacados de la Revolución Industrial y conservados, aún hoy, en una bola de cristal, hechizada contra el paso del tiempo. Había una sombra negra en movimiento, en la parte izquierda de la imagen. Era una sombra no homogénea. En la parte superior, redondeada, se diría un gris como de nube de tormenta; seguida después de un pálido blanco y a continuación un negro puro, brillante, negro azabache impenetrable.

A duras penas pasó la página de nuevo. Y allí estaba, majestuosa y noble, la Dama de Hierro. Je dors dans tes hôtels, J'adore ta tour Eiffel, au moins elle, elle est fidèle...

Pasó rápido esta vez. Y ahí estaba, su favorita. Pequeña, en un rincón, como si el retrato del Moulin Rouge que ocupaba las tres cuartas partes de aquella hoja pudiera incluso soñar en quitarle protagonismo. Pero no. Diminuta, oscura, gastada, manoseada. Era una paleta de pintor, no demasiado grande, pero manchada hasta en sus laterales, con tres millones de colores distintos, materializados en aquel libro en infinitos tonos de gris, condenados al hambre de luz pero inmortalizados a cambio en un París sin edad.

Se pasó la lengua por los labios, esta vez lentamente. Sabía salado.

Se sorbió la nariz.

Tenía cosquillas en una mejilla.

Se sorbió la nariz de nuevo.

Hizo una mueca, se tapó la cara con las manos, con la palma hacia dentro.


Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.


Julio Cortázar, Instrucciones para llorar


Nuria Ribas Costa