jueves, 22 de agosto de 2013

Días rojos

Digamos que es un día de esos de verano en que hasta las cigarras se cansan de cantar por el calor. Digamos que te duchas, y que tres segundos después de salir de la ducha vuelves a estar empapado. De sudor. Pegajoso sudor. Digamos que todavía no has comido. Digamos que has cerrado las ventanas de tu casa porque es preferible que no entre el aire infernal. Digamos que estás solo. Digamos que son las dos de la tarde, pero tú no sabes qué hora es.

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Se le habían roto los labios. Ese acontecimiento tan molesto que dificulta cualquier intento de sonrisa y que acaba haciendo que te parezcas a una serpiente, sacando la lengua cada tres segundos, mojando artificialmente la piel rasgada para alejar el dolor momentáneamente, sabiendo sin embargo que tal empresa acabará siendo en vano.

Se le habían roto los labios pero no tenía cacao en casa. Recordó entonces que una amiga suya le había dicho una vez que el aceite hacía la función de protector labial (o cutáneo, o tal vez fuera otra clase de protección, o quizá ni protegiera, oye) pero se lo puso igual. Difícil fue entonces no lamer y relamer. El aceite le recordaba a su infancia, a la abuela gritándole a papá que había cinco quilos más de aceitunas que el año anterior, a papá gritando que se iba a buscar más sacos, a mamá subiendo con una bandeja de ensaimada y flaón.

Se le habían roto los labios y le dolían. Le dolía todo el cuerpo, pensándolo mejor. Se levantó de la silla y se dirigió a la cocina, a comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Hacía viento, ese viento veraniego, odioso porque ni refresca ni deja refrescar, que hacía tambalearse los cristales inamovibles de las ventanas. Menos mal que no era aquello Zaragoza, se dijo.

Se le habían roto los labios pero para mirar fotografías no le hacían demasiada falta, así que se alegró. Parecía que oía la voz de Marc Lavoine escalando tímidamente el oído externo, luego el interno, y luego las ramificaciones sanguíneas hasta su corazón. Parecía exactamente eso cuando pasaba las páginas de uno de sus libros favoritos. Era una de esos grandísimas publicaciones de tapas duras, con cubierta de papel de quita y pon (tan incómoda, que siempre le había parecido que solo servía para incordiar, una trozo de papel plastificado con una bonita imagen en la parte delantera, que abrazaba el libro con ligereza y dejaba a éste bien desnudo al desaparecer). Esa joya era un recopilatorio de imágenes de Berlín, París, Bruselas, Barcelona, Viena, Londres… Ciudades europeas, hablando cada una en su idioma, guiñando cada una el ojo con su luz, mostrándose cada una desnuda y fría, y cálida y templada, y triste y alegre, y roja, azul, violeta, verde, magenta, amarilla, gris o roja. Roja como los días fatales de Audrey en Desayuno con Diamantes.

Se pasó la lengua por los labios. Rojos también ellos como los de Audrey. Lavoine y su lírica seguían escalando. Sin tropezar. Aquel día tocaba París. Topó de frente con una foto desenfocada de un helado en forma de flor. “Montmartre”, rezaba el pie de foto. Se relamió los labios otra vez. Quién sabe si por dolor o anhelo, si por la nostalgia que de pronto le asaltó, si por el dolor contenido, o el aburrimiento disfrazado de paz, o la paz disfrazada de tristeza.

Pasó la página. Era esta vez la foto de un café señorial de esos que flanquean el Sena, con sus Bateaux Mouches que parecen sacados de la Revolución Industrial y conservados, aún hoy, en una bola de cristal, hechizada contra el paso del tiempo. Había una sombra negra en movimiento, en la parte izquierda de la imagen. Era una sombra no homogénea. En la parte superior, redondeada, se diría un gris como de nube de tormenta; seguida después de un pálido blanco y a continuación un negro puro, brillante, negro azabache impenetrable.

A duras penas pasó la página de nuevo. Y allí estaba, majestuosa y noble, la Dama de Hierro. Je dors dans tes hôtels, J'adore ta tour Eiffel, au moins elle, elle est fidèle...

Pasó rápido esta vez. Y ahí estaba, su favorita. Pequeña, en un rincón, como si el retrato del Moulin Rouge que ocupaba las tres cuartas partes de aquella hoja pudiera incluso soñar en quitarle protagonismo. Pero no. Diminuta, oscura, gastada, manoseada. Era una paleta de pintor, no demasiado grande, pero manchada hasta en sus laterales, con tres millones de colores distintos, materializados en aquel libro en infinitos tonos de gris, condenados al hambre de luz pero inmortalizados a cambio en un París sin edad.

Se pasó la lengua por los labios, esta vez lentamente. Sabía salado.

Se sorbió la nariz.

Tenía cosquillas en una mejilla.

Se sorbió la nariz de nuevo.

Hizo una mueca, se tapó la cara con las manos, con la palma hacia dentro.


Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.


Julio Cortázar, Instrucciones para llorar


Nuria Ribas Costa

miércoles, 7 de agosto de 2013

Cupcakes para la señora Thomas

Cuando era pequeña y mi abuela compraba el periódico, me gustaba observarla después de comer mientras hacía sus cosas. Primero retirábamos la mesa (tarea en la que yo colaboraba emocionadísima, qué ironía), después me tocaba a mí sacudir el mantel para quitar-le las migas de pan y demás restos de comida, y después se disponía ella a fregar los platos y yo me sentaba en la punta izquierda del sofá.

Luego ella terminaba esa ardua tarea y, dejando toda la estancia con olor a jabón, se sentaba en su butaca y cogía las gafas y el periódico. Yo observaba la rutinaria sucesión de hábitos cuya mínima alteración significaba un importante cambio en el estado de la abuela. Y en el mío, por extensión.

Pasaba las páginas lentamente. Nadie le había enseñado a leer y que fuera autodidacta era un plus de admiración por mi parte (“mamá, ¡la abuela sabe leer pero no ha ido al cole!”). Pero recuerdo que lo que más me fascinaba era su capacidad para leer todo el periódico en una tarde. Y si bien esto es una forma de hablar, de hecho si ella no leía todo el rotativo, quizá se dejaba por leer un 30%, nunca más.

Un par de años después, me sigue fascinando aquello de poder leer un periódico entero en menos de una tarde. Justo antes de que los párpados caigan, pesados y rugosos, sobre los ojos cansados.

Pero supongo que como por arte de magia, aunque no terminemos el periódico, da siempre la casualidad que acabamos leyendo lo que más nos interesa. Y no me refiero a los titulares atractivos, sino a textos cuya relación con otros ya leídos resulta clarísima, si bien el camino que hemos tomado para llegar a parar a ellos es bastante más difuso.
En el número de EL PAÍS SEMANAL del pasado domingo 21 de julio, Javier Marías escribía un artículo bastante interesante.

Confieso que mi debilidad por Marías fue el mayor impulso para la lectura de dicho fragmento, si bien el título podía insinuar algo bastante aventurado.

Con su habitual escrutinio con clase de la lengua, Marías analizaba, azotando con el látigo de su pluma, los últimos movimientos del Gobierno de Mariano Rajoy en lo referente al juicio ante Tribunal Militar de civiles. Y en el ambiguo contexto del momento, decía Marías que el Ministerio de Defensa llegaba al colmo de lo indefinido estipulando que una de las situaciones en que un civil puede ser juzgado ante Tribunal Militar es en “situación de conflicto armado”.
“Si esto no es militarizar a la población de nuevo, privarla des sus derechos fundamentales y entregarla a la discreción y arbitrariedad del Ejército, que venga el General Franco y lo vea. Se frotaría las manos […]” decía un Marías cuyo texto es, en esencia, una metáfora que introducía al principio del mismo: las noticias menores, que es como las llama el autor, son aquellas que en un momento en que el Estado español se sume en la putrefacción de una falsa democracia dejan entrever el nivel de alarma que el Gobierno se esfuerza en tapar.
Corramos un tupido velo.

¿Un tupido velo a base de escupir de lleno en la cara de la libertad?

Interesante y un tanto perturbador fue que dos días después de leer el artículo de Marías me topara yo (en mi afán por terminar de leer “Los Países” de los domingos) con una noticia cuyo título, de ser mío, me habría tachado de arriba abajo mi antiguo profesor de Redacción, pero que a mí me encantaba.

“Los periodistas, de lejos y sin preguntar” era una pieza informativa obra de Rosario G. Gómez en la que se describía la situación de malestar vivida por los profesionales periodísticos que se quejaban de las cada vez más frecuentes prácticas gubernamentales de restricción de la información. Medidas que Marías calificaba de franquistas en su artículo del Semanal.

¿Sin más ni menos, un SMS de La Moncloa previo a una reunión entre Rajoy y el Consejo Empresarial de la Competitividad (líderes de Telefónica, La Caixa, BBVA, Repsol, etc., para que se imaginen ustedes el tipo de situación) que dice que dicho evento (NO SECRETO SEGÚN LA AGENDA) no tendrá cobertura gráfica?

¿Los periódicos reciben después tres únicas fotografías, en las que aparece Rajoy charlando distendidamente? ¿Y TODO EL MUNDO LAS PUBLICA?

¿Sin más ni menos?

Y mientras tanto la noticia que dibuja las líneas de tal ataque frontal a la libertad de información y  por extensión a cualquier otra libertad es una de esas pequeñas noticias, noticas menores, de que hablaba Marías.

Las que dicen, castigadas a no ser vistas, lo que nadie dice.

El “Thank you, Mr. President” de la primera dama del periodismo estadounidense Helen Thomas se apagó el 20 de julio de este año dejando un legado de preguntas incisivas y críticas sangrantes que reposan a los pies de su inolvidable silla en la primera fila de la Sala de Prensa de la Casa Blanca.

A sus ochenta años continuaba entrando en el famoso edifico, cuando la mayoría de sus compañeros  habían abandonado ya su trabajo. Arrastrada por su cometido convertido en manera de vivir, la mujer que recibiera cupcakes de parte de Obama en su 90 aniversario no dejó jamás de grabar a grito de pluma que “nuestro trabajo (de los periodistas) consiste, aparte de contar la verdad, en que el público conozca los abusos del poder y las injusticias.”
“El legado de Thomas, de principio a fin.” Era la frase que cerraba el obituario en EL PAÍS del domingo 21 de julio de 2013.


Sí, me leí ese artículo veinte minutos después de “Los periodistas, de lejos y sin preguntar.”