domingo, 29 de diciembre de 2013

Lectura a la Sheldon Cooper

Ya tengo Twitter y me siento de lo más avanzada y tecnológica. De hecho, soy ya una persona del siglo XXI hecha y derecha. Quién era yo antes del twitter, por favor. Qué es la vida sin el dichoso pajarillo azul.

Pero no, lector. Antes de que concibas (erróneamente) este texto como una crítica sarcástica y/o irónica contra el Twitter, te diré algo: creo que el twitter es uno de los grandes inventos de esta era de la tecnología en la que vivimos. Podría decir que es, precisamente, uno de los cachivaches -si es que así puedo llamarlo, puesto que no es precisamente palpable, y dicho sea de paso, esa es una de las cualidades de todo cachivache- más útiles que he visto jamás. 

Y andaba yo diciendo que desde que formo parte de la bandada azul me siento de lo más avanzada. Y así es. Debes, lector, por lo tanto, interpretar el primer párrafo como lo haría el sublime personaje de la serie televisiva norte-americana The Big Bang Theory, Sheldon Cooper, que lo habría leído sin siquiera sospechar que escondía el más mínimo sarcasmo. (Que te repito que ni lo esconde ni lo muestra, porque no lo hay).

Pero dejando de lado toda esta palabrería, venía yo a presentar una disculpa. Y es que como potencial periodista que se supone que soy, se me presupone la práctica, que de hecho es considerada por algunos como intrínseca de la condición periodística, de leer cada día muchos periódicos, revistas, pseudo-híbridos de ambos, y todo tipo de publicaciones más o menos agraciadas del mercado que puedan ustedes (y sobre todo yo) tirarse a la cara. 

Pues bien, querido lector. Da la casualidad (quizá no tan casual, pero bueno, no entraremos a discutir eso) de que en mi caso, el tiempo es un bien escaso. No voy a ponerme aquí a hacer una disertación sobre las razones pero sirvan de ejemplo dos aspectos de mi vida cotidiana para explicar dicha situación: en primer lugar, mi bien merecido apodo "Mujer Torbellino", y en segundo lugar, el regalo de Navidad de mi hermano, un libro titulado "Administre su tiempo eficazmente". 

Ironías de la vida.

El motivo de la disculpa de que hablaba hace ya muchas líneas es que, como consecuencia de esta falta de tiempo, ni leo el periódico cada día, ni mucho menos puedo soñar en leer varios periódicos cada día.

Pido perdón por el desengaño que hayan podido ustedes llevarse. Porque además tengo la cara de dedicarme a escribir un blog. 

(Sigan ustedes leyendo como si fueran el Doctor Cooper)

Como decía, les doy permiso para que abandonen la lectura.

Ahora bien, si se aventuran ustedes a seguir siguiendo el curso de mis líneas, en mi defensa diré que leo. He leído toda la vida y lo sigo haciendo, ávidamente, en los momentos más inoportunos probablemente, más inesperados y más cortos de mis ajetreados días. Pero lo hago. Aunque no lea todos los días el periódico, o la novela que -pobrecita, está ya hecha polvo- arrastro de un lado a otro como si de una parte más de mi cuerpo se tratara. 

Pero es que además ahora entra en juego el Twitter de que les hablaba al principio. Porque el dichoso pajarito azul me ha solucionado la vida -parcialmente, claro, porque esta clase de cosas nunca se llegan a solucionar del todo- al hacer posible que yo siga en Twitter a todos los periódicos, revistas, pseudo-híbridos de ambos y todo tipo de publicaciones más o menos agraciadas del mercado que puedan ustedes (y sobre todo, yo) tirarse a la cara. 

Pero es que hay más, porque seguir (y abandonen por favor ahora la lectura como si fueran nuestro querido Sheldon Cooper, que no entiende de ironías ni sentidos figurados) no significa andar por la calle detrás de algo, adecuando la propia dirección a la del objeto o persona seguida, significa que yo, seguidora, puedo leer todo mensaje que dichas publicaciones, a través de su propia cuenta de Twitter, lancen a la red.

Fascinante, absolutamente sublime.

Sin embargo, estoy todavía en pleno proceso de adaptación a esta herramienta tan poderosa, y una vez más debido a mi carácter, soy reacia a modificar mis convicciones más profundas, entre las que se encuentra la de que, a pesar de los altibajos y desastrosas gestiones de todo que ha hecho EL PAÍS, lo considero uno de los mejores periódicos del panorama que se encuentra a mi alcance (tanto intelectual como físico), pero lo considero el mejor de nuestro país en cuanto a oferta cultural.

Y ya digo que han cometido, también en ese campo, imperdonables errores. (A quién en su sano juicio se le ocurre dejar marchar a Maruja Torres, por favor, que alguien me lo explique.)

Pero resulta que a mi me gusta mucho. 

Total, que hoy es domingo, y en vez de pasearme por la pantalla del ordenador con el pajarillo y la banda azules como cabecera, me he sentado al lado de la chimenea con El País Semanal en las manos. 

Y pido nuevamente, llegados a este punto, disculpas (relacionadas estrechamente con las anteriores) por tener la cara de escribir un blog y dedicarme a mencionar y recomendar artículos y publicaciones cuando a duras penas puedo abarcar la lectura de un décimo de las publicaciones de este país.

Pero si hay algo que sí tengo es criterio (bueno, está en proceso de formación, pero lo poco que tengo ya me esfuerzo en usarlo) y he de decir que el número 1.944 de 29 de diciembre de 2013 de esta publicación dominical de EL PAÍS es loable en muchos aspectos.

En primer lugar, por la portada. Los colores, la disposición de los elementos en la plana y el enorme dibujo (encima, ¡en silueta!) del inconfundible perfil del personaje más destacado del año según la publicación conforman un total de lo más atractivo. A la vista, e intelectualmente. 

A la vista porque no es una portada habitual. (Por favor, ¿un dibujo? y ¡¿en siuleta?! Agárrense, porque se salen (en sentido figurado y literal).

Pero también intelectualmente porque quien es lector habitual de El País Semanal sabrá que tienen la sublime costumbre, en el último número del año, de dedicar tres cuartas partes del espacio del suplemento a un sinfín de retratos de los personajes más destacados del año, escritos por personalidades, a vez, destacadas también del panorama nacional e internacional. 

Así pues, loable en segundo lugar por una práctica que considero, desde mi humilde e inculto punto de vista, de lo más acertada. Por muchas cosas, pero por dos que merezca la pena mencionar ahora: en primer lugar, por la frescura en el diseño y en la redacción, que se aparta muy eficazmente de lo que sería una larguísima crónica plagada de subapartados, pesada a la vista y a la mente por la monotonía del estilo de la escritura.

Pero en segundo lugar, por la genialidad del hecho de dar la palabra a muy variadas personas. Personas que no son siempre periodistas ni escritores. Tienen cabida, pues, todo tipo de gentes -escogidos por la cúpula redaccional, claro, pero no por ello menos acertada la práctica- que hablan de otras personas describiéndolas y dejando pues una huella ellas, y el objeto de sus escritos a su vez. 

Y es esta también, rizando el rizo, una práctica que metafóricamente podríamos considerar como un reflejo de lo que quisiera ser la sociedad de hoy en día, esta sociedad que querría dar la palabra a todos.

Tal vez El País Semanal decida que el último día del año es la mejor ocasión para gritarle al mundo que todos podemos -y añado yo, debemos- gritar.

De hecho, si tuviera que elegir yo a alguien a quién dar la palabra ahora mismo, en este preciso instante, se la daría (y les doy permiso a ustedes, lectores, para criticar mi debilidad) a Javier Marías, que se luce, como siempre, con verdades como puños en la última página de El País Semanal. 

Castigar lo inexistente, Javier Marías: 

Nuria Ribas Costa


PD: buenísimo artículo de Almudena Grandes en este mismo número, dos páginas antes que la Zona Fantasma de Javier Marías. De hecho, creo que os deseo feliz 2014 a todos poniéndome en boca las palabras de Grandes.

Y sobre todo, salud; Almudena Grandes


viernes, 13 de diciembre de 2013

Historia de ojos negros y larga melena

Se me ha caído el té. He puesto demasiada agua, no he calculado bien y se me ha caído el té porque soy tonta y he metido la bolsa cuando tenía el agua a ras de la taza. Pero bueno, suspiro, me digo que soy tonta y voy a buscar un trapo para secar la mesa mojada. "Menos mal que no se me ha ocurrido ponerlo cerca del ordenador", pienso. Pienso que así me acordaré otro día de hasta dónde no tiene que llegar el agua en la calentadora, para que no se me caiga el té, para que no se me moje el escritorio, para que no tenga que ir a buscar un trapo y secar la mesa. Otra vez.

Decían que la paciencia era la madre de la ciencia. Pero yo he estado pensando mucho y desde mi ignorancia me atrevo a desafiar al refranero español, con toda su sabiduría incuestionable (y esto no es ironía de ninguna de las maneras) y decir que quizá podríamos adaptar esa frase y decir que también la experiencia es la madre de la ciencia. O vayamos, quizá, un poco más lejos, aventurémonos a decir que la experiencia es la madre de la vida. Vaya, qué cursi ha sonado eso. Déjemoslo en el aventurémonos a secas, quizá mejor.

Aventurémonos a seguir avanzando. 

Porque dicen también que está perdido quien pretende vivir en el pasado, quien pretende que el pasado era mejor, quien suspira por unas vivencias que no forman parte del presente y está ciego, pues, porque desaprovecha durante todo ese tiempo todo su tiempo, el de ahora, el que cuenta. 

Pero estaba yo hablando de la experiencia. Y decía que también es la madre de la ciencia. Y podríamos ampliar eso de ciencia y decir que la experiencia sería como una especie de máquina de esas apisonadoras que aplanan el camino y lo hacen más fácil y transitable. Es algo que va por delante de nosotros ayudándonos a visualizar mejor las piedras gordas con las que no tenemos que tropezar, porque son las que la máquina no ha dejado chafadas contra el suelo. 

Porque la experiencia sabe que las piedras gordas nos harán meternos una leche del copón. Pero de las grandes. Porque claro, la experiencia ya se ha pegado una leche, sabe lo que es y las consecuencias que implicaría y entonces enciende una alarma, despliega una señal, abre una compuerta o cualquier otro tipo de recurso inteligente y rápido y nos dice "eh, tú, por aquí no pases. No pases porque ya te caíste una vez, no querrás volver a caerte."

Esa experiencia, a nivel global, se llama Historia.

La Historia se nos cose al espíritu cual botón que se cae de una chaqueta, se nos agarra con fuerza a las venas y las arterias y sube poco a poco por las extremidades. Pero no la vemos, ni la notamos. No la percibimos ni sabemos reconocerla, la guardamos bajo llave y la regalamos, envuelta en papel de plata, en papel de regalo o en papel de Kleenex reciclado. 

La Historia se convierte en nuestra experiencia inseparable, en nuestro Pepito Grillo. Si la conocemos. 

No es sano no conocer la Historia. No tener una primera cita con ella. Mirarla a los ojos, o torcer la vista por vergüenza y sobrecogimiento con la profundidad de sus ojos negros azabache. Con el brillo de su larga melena o con la lucidez y delicadeza de su piel, que está sin embargo bien curtida. Es normal que nos cueste apreciar su belleza, ante tantos puntos donde mirar. Tantas cosas que observar y devorar, con la mirada y con el intelecto. Porque la Historia es deliciosa. Deliciosamente densa y pura, espantosamente pesada, inquietantemente extraordinaria y sorprendentemente interesante.

La Historia nos enseña, nos hace ver con otros ojos, después de aprender a ver como ella vio, vemos nosotros mejor y más claro. Aunque siempre nos quede alguna diotría. Estas diotrías son las impefecciones. Y la imperfección es humana.

Quién en su sano juicio daría la espalda a la Historia, tan bella y absorbente, tan ineludible. Quién no querría casarse con ella, hacer de su complejidad la esencia de una vida.

Pero no, no es aconsejable, ni correcto, ni sano, ni saludable anclarse en el pasado, ni hacer de las reliquias históricas un becerro de oro.

Porque dicen también que está perdido quien pretende vivir en el pasado, quien pretende que el pasado era mejor, quien suspira por unas vivencias que no forman parte del presente y está ciego, pues, porque desaprovecha durante todo ese tiempo todo su tiempo, el de ahora, el que cuenta. 

Yo no sé de política, ni de Derecho (al menos de esto segundo no sé todavía excesivamente). Ni tampoco sé demasiado de Historia, ni mucho menos de la vida. Pero sé un poco de sentido común, y eso me enorgullece enormemente. Con toda la modestia del mundo, pero me enorgullece. Porque parece ser que el sentido común es el menos común de los sentidos. 

No sé qué se traen entre manos los Gobiernos de este país, ni las Instituciones europeas, ni el mundo en general. No lo entiendo, y quizá no quiero entenderlo. Y se me puede culpar muy severamente, queriendo ser una potencial periodista, por decir esto útlimo que acabo de decir. Pero la cuestión no es qué hacen, sino cómo se atreven a hacer lo que hacen.

Se ríen en nuestra cara y ¿qué hacemos nosotros, quejarnos? Un momento, por favor, necesito respirar. No acabo de entender nada de lo que está pasando. No, no es que no lo entienda. Es que no hay cabeza ni cerebro que en sus cabales sea capaz de interiorizar tal grado de estupidez del que se hace gala en este país.

Venía yo diciendo, al principio de esta larguísima disertación que hace rato ya que se me fue de las manos, que se me ha caído el té porque no he calculado bien la cantidad de agua que debí meter en la calentadora. 

Y he pensado que no hay mal que por bien no venga, y que al menos ahora ya sé, para la próxima, hasta donde no tengo que llenar ese dichoso cacharro.

Pero este "no hay mal que por bien no venga", y ya me perdonará una vez más el refranero español, estoy empezando a ponerlo cada vez más en duda. Yo, y el resto del mundo. El resto del mundo que ha tenido el placer de conocer a la Historia, por supuesto.

Félix de Azúa hace una llamada a "avivar el seso y despertar" en La Cuarta Página de EL PAÍS de este 13 de diciembre. No diré que esté de acuerdo con su conclusión, para aclarar eso habría que escribir otra disertación más como esta y hoy ya no tengo tiempo. Pero lo que sí me gusta, y mucho, es que se desprende de su artículo una idea que yo no he dejado de reiterar en todas las líneas que sobrevuelan estas palabras. 

"Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad." dice de Azúa. Hola, damas y caballeros del mundo del siglo XXI, haced el favor de quitarles el polvo a los libros de Historia. Porque os estais dando una leche del copón y ni os estais enterando. 

Y entonces va la señora asesora del Ministro de Educación español José Ignacio Wert (fíjense qué paradoja tan graciosa) y llama a la Universidad de las Islas Baleares preguntando que cuánto cobra el señor Ramón Llull.

Señora, es usted estúpida. Y no poco. Se le ha caído el té no una, sino mil veces. Y ahora, otra vez. Pero esta vez se ha mojado usted entera, en vez de mojar la mesa. Y como usted, millones de personas. Oh, y paradójicamente, muchas de esas nos gobiernan. Qué bien.

Y es que no tengo nada más que decir que no sean tacos, y como puedes ser un menor que esté leyendo esto mejor me los callo, que total tampoco son demasiado bonitos ni hacen bien a la lengua. 








Nuria Ribas Costa