viernes, 20 de febrero de 2015

Uma slapped (S.A.A.)

SEMINARI D'ANÀLISI DE L'ACTUALITAT


Cuando Uma Thurman aparecía el pasado lunes 9 de febrero sobre la alfombra roja de la Première de la nueva serie norte-americana que protagoniza, The Slap, poco podía imaginarse el revuelo que causarían las líneas maestras que Tony Surratt, su maquillador, dibujó sobre su rostro con lápiz de ojos.

Párpados desnudos, labios oscuros, melena suelta, peinada hacia atrás. La piel lisa y brillante, pero costaba reconocer en las fotos que rápidamente surcaron Internet los ecos de la belleza afilada que deslumbraban en Pulp Fiction.

Los posts fueron más allá de opiniones de particulares o despieces en publicaciones de cotilleos y conquistaron las páginas de más de un diario de información general. Y La Vanguardia no fue una excepción.

El debate es extenso, pero podría resumirse en dos puntos. La primera pregunta es, evidentemente, si un periódico generalista, de referencia, debería ocuparse de este tipo de temas. El segundo tema es cómo va a publicarse dicha información si se decide que es de interés general.

En el caso de la mencionada Vanguardia, se decidió en el seno de la redacción que el supuesto cambio de cara de Uma Thurman no podía dejar de tratarse. Y utilizo estas palabras porque dicho periódico hizo tal cobertura del suceso que había nueve páginas de noticias que incluían las palabras “Uma Thurman”. Es decir, habría en la web unas noventa entradas sobre la actriz.

Más allá de la incompetencia de que hacen gala si no todos, gran parte de estos textos (porque, como es bien sabido, Uma Thurmano no se operó), uno de ellos me parece especialmente ofensivo y por ello digno de mención. Se trata del artículo del Director Màrius Carol titulado “Elefecto Zellweger”, publicado el miércoles 11 de febrero.

Su tono altivo se desprende ya de la primera frase, cuando relata que se encontró en un caro restaurante londinense a la actriz estadounidense, resplandeciente. Inmediatamente después se vuelve dramático y suelta una de las frases más ofensivas que he visto jamás escritas en prensa. Cito textualmente: “Lo que no consiguieron sus enemigos en Kill Bill al dispararle en la cabeza lo ha logrado un cirujano con un bisturí.”

En primer lugar, como director de periódico es absolutamente imperdonable el error garrafal de decir que Uma Thurman se operó el rostro. Y en segundo lugar, no procede opinar de esta manera tajante: si al señor Carol le parece que la actriz se ha desgraciado el rostro, que lo comente a sus colegas por la calle; no en una “segunda editorial” del periódico como si se tratara de la visión que tiene toda la publicación del tema.

Pero lo que me parece más ofensivo es el resto del texto. Se trata de una divagación sobre el bienestar personal y la capacidad de aceptarse a uno mismo a lo largo de la madurez. Carol se recrea con frases como “siempre hay quien está dispuesto a no aceptarse y pretende luchar contra el paso del tiempo con soluciones drásticas”; oraciones completamente fuera de lugar que insinúan que la operación de Uma Thurman se debe a una incapacidad de madurar de manera sana y natural y de comprender el significado de dicha madurez.

Desde mi humilde opinión, tanto este artículo como la totalidad de los textos publicados sobre Uma Thurman dejan a La Vanguardia en una posición de dudosa credibilidad y me pregunto el grado de ética que sobrevuela ahora su redacción. 


Nuria Ribas Costa

domingo, 8 de febrero de 2015

La grande decadenza

Un grito estridente. Cegador. Penetrante cual aguijón. De fondo, la base de una canción de discoteca. Bum, bum, bum, bum. La mujer que grita se aparta, con sus labios pintarrajeados y su lacia melena negruzca.

Luces, colores, movimientos seseantes. Una cámara chasquea el flash. Mujeres. Unos mariachis superponen su música al altavoz que escupe las notas electrónicas. No lo consiguen durante mucho rato. Una gogó con un vestido corto. Cubierta de brillantes. Pelo negro. Vestido negro. Ojos negros. Mirada perdida. Un hombre al pie del podium lanza hacia ella piropos viciosos. Se relame los labios y haciéndolo moja su minúsculo bigotito esnob.

Varios planos. La fiesta se retrata desde varios puntos. Todos ellos muestran un mar de cuerpos danzantes. Manos arriba, párpados caídos, gotas de alcohol, humo de cigarrillo, tacones, americanas, faldas cortas. Pelo y sudor.

Mujeres. Muchas mujeres. No sonríen. Miran al infinito. Mueven sus cuerpos al son de la repetitiva canción. Ah ah ah ah, a far l’amore comincia tu. Y beben. Y bailan. Agitan sus traseros embutidos en vestidos de una talla menos, sus muñecas repletas de brazaletes pesados como un camión, cierran sus ojos cubiertos de pintura cual cuadro de Velázquez.

Piernas que suben y bajan como muelles. Más brazos al aire. Vestidos estrafalarios. Luces rosadas, azuladas, pervertidas, perversas. Caladas, sorbos, tragos. Más movimientos seseantes. Una enana con unos pendientes del tamaño de un rinoceronte.

Un hombre gordo se mueve como si padeciera un ataque epiléptico. Dos mujeres se restriegan contra un hombre lánguido de pelo despeinado. Sonríen, agitan la cabeza. Se frotan contra él.

Risas. Suspiros sugerentes y subidos de tono. Arrastrando el aire. Movimientos de cadera agresivos y vibrantes. Mujeres de avanzada edad que mueven los hombros como bajo una descarga eléctrica. Jóvenes de treinta y tantos que menean los traseros y las delanteras unas contra otras. Coletas. Melenas sueltas. Señores y pervertidos con miradas lascivas y americanas mojadas de alcohol.

Una mujer cargada de perlas se limita a asentir levemente con la cabeza. Ese es su baile. Un señor abre la boca y pestañea como si… váyase a saber qué. Y mientras los mariachis aparecen de nuevo con su melodía de ecos sud-americanos.

Tacones en mano agitados como banderas. La enana de los pendientes es lanzada al aire como si de una estrella del rock se tratara. Quizá es otro tipo de estrella. No sabe si gritar o reír y el sonido que acaba saliendo de su boca es algo a medio camino entre una carcajada y un chillido de pavor.

De repente, quietud. Una caja de cristal. Una mujer pelirroja y tatuada, ligera de ropa. Camina subida a unas plataformas moviendo unos enormes abanicos de plumas negras. Se desviste. Progresivamente. No hay nadie fuera que la esté mirando. Ella mira a través del cristal como si lo hubiera.

Una embarazada vestida con un pareo baila subida a un pódium acariciándose la tripa al aire, redonda. Sube y baja agitando sus entrañas. ¿Bailará también el bebé, o estará deseando irse a casa?

Joven trajeado y con melena mueve los brazos como si removiera una pócima mágica. A estas alturas considera que así baila bien. Mujer en sus cincuenta se vacía una copa encima. Salpica a su alrededor. Deliciosa ducha. Qué bien huele ahora.

Los hombres no llevan rosas en la boca. Llevan zapatos de tacón.

El hombre del bigotito esnob se ha apartado del pódium pero continúa mirando lascivamente a su ocupante. Esboza una media sonrisa. Se cree seductor.

Jadeos indecentes. Ojos cerrados, Hombres sin camisa. Chicas con chupa-chups. Corbatas como diademas. Labios rojos mal pintados. Perlas. Chiuauas en un bolso. Los mariachis pasan de nuevo. Alguien ha perdido el teléfono móvil.

Bum, bum, bum, bum. Mujer rubia. Mujer morena. Mujer de pelo rizado. Mujer de pelo liso. Bum, bum, bum, bum. Miran como si quisieran algo. Bum, bum, bum, bum. ¿Qué querrán?

La enana de los pendientes ya no baila. Ni la lanzan al cielo. Náufraga entre un mar de piernas, bebe con pajita de una copa de cristal. No sonríe. Está despeinada.

Alguien entra a hacer compañía a la mujer de los abanicos de plumas semidesnuda. Camina seseante. Hay dos hombres mirando. Se apoya contra el cristal. Se frota contra él.

Una mujer vestida de negro subida en alguna parte mueve los brazos como si fuera un profeta. O un ángel. O una cigüeña. La enana está sentada en el suelo, en la gravilla. Su cabeza descansa sobre una enorme lámpara.

Aparece un hombre de pelo blanco con un cigarrillo entre los dientes. Esmóquin negro, corbata negra, camisa blanca. Sonríe. Con el cigarrillo entre los dientes. Baila al son de la música. Auguri Jep. Gritos. Una mujer muchísimo más joven que él lo besa asquerosamente.

Y, de repente, La Colita.

Toda la terraza se mueve al son de la voz que canta en castellano, con acento sureño.

¿A dónde les gusta a las mujeres?
Ahí, ahí
¿Y cómo que les hacen los hombres?
Así, así…

Asqueroso, sugerente, reducción de todo deseo humano al instinto animal. Y una manada de animales consumidos bailando.

Pa’lante pa’lante
Arriba arriba…

De pronto, lentitud. Se para el tiempo. Y Jep Gambardella, entre hombres y mujeres sudorosos y calientes, se enciende un cigarrillo. Sorbe. Cierra los ojos, se lo quita de la boca y escupe el humo por la boca.


*********


Sorrentino sabía muy bien lo que quería cuando decidió la estructura de esta escena. O quizá no. Sea como sea, el principio de La grande bellezza se convierte, mirado con perspectiva, en un retrato más que acertado de la decadencia social. El vivir de rentas. La carrera a contracorriente para no envejecer. La lucha del hombre por ser eterno. Por ser rebelde. Por ser fabuloso.

En un contexto de crisis como el actual, el mundo parece pararse, como el bailoteo se ralentiza para que Jep encienda su cigarrillo. Las personas buscan la ceguera. Viven drogadas, envenenadas de dinero y tentación. Deseo y salvajismo. El hombre masa del que hablaba Ortega y Gasset en su máxima expresión. En una fiesta en una terraza romana, por excelencia la ciudad eterna, y aun así la de las piedras que se caen y el declive respirable. Sonando Rafaella Carrá, ecos de una época de gloria si es que algún día la hubo.

Cantando far l’amore en la noche.

Pero al cabo de unas horas amanece.




Este artículo se publicó el pasado 26 de enero en la revista digital Negratinta: http://negratinta.com/la-grande-decadenza/ 

Atreverse a vivir

Es un local anclado entre dos bloques de pisos barceloneses, en el corazón de Gràcia. La Sala Beckett se esconde tras unas puertas negras, nada pesadas. Unos escalones, un bar, tonos verdosos, un par de mesas, sillas de armadura de hierro y asiento de plástico. La entrada al espectáculo se lleva a cabo por una puerta a la derecha, un tanto camuflada. Nos piden la entrada, un papelito blanco. La taquilla es invertida: primero vemos, luego decidimos cuánto dinero merece.

Decían Max Grosse y Rémi Pradère que si bien teniendo en mente Revolutionary Road, de Sam Mendes, aquello ni era Hollywood ni eran los 60. Así que en el escenario, cinco focos de luz, cinco espacios: una barra, dos mesas, una butaca y un árbol. Bienvenidos a Ca’n Uwe.

Hay seis actores sobre el suelo negro. Estáticos. Pasan cosas. Los focos se iluminan de golpe, ciegan al público, suena un estruendo de guitarras, batería y demás instrumentos y empiezan a pelearse. Todo tan real, todo tan repentino. Todo tan agresivo, tan inesperado, tan milimetradamente improvisado.

Cambio de música. Se para el tiempo, ralentizados los actores. Einen letzten Kuss. Un último beso. Y sin embargo es el primero.

El teatro berlinés Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz tiene un proyecto pedagógico llamado P14. Vanessa Unzalu-Troya es la coordinadora del mismo, un espacio de teatro joven dedicado a todo aquel mayor de 14 años que quiera hacer al teatro. Max Grosse y Rémi Pradère forman parte del mismo, han participado en varios de sus proyectos y llegado el momento, decidieron desmarcarse y hacer su propio teatro. Vanessa dijo sí, y este es el resultado.

El hilo conductor de la obra dirigida por Pradère y escrita a dos manos con Grosse es el amor. Un amor de ahora, un amor de bar, cercado por copas de whisky, rosas pisoteadas, tablets de tamaños descomunales y gotas de saliva. Es un drama que va más allá del entrelazarse de los protagonistas, es una reflexión en voz alta, y cada detalle está pensado y muy bien pensado.

Ella sabe bailar, tiene unos preciosos ojos claros, viste de blanco y un sombrero negro. Es fina. Él viste de negro, lleva una coleta y unos zapatos blancos. Són Marlene Knobloch y Max Grosse, y se enamoran pero que muy bien.

Emocionante, vibrante, ¿pasteloso al principio, quizá? No lo creo. Las primeras miradas son traicioneras, aparece Marie Rozoum con su cesta de rosas rojas, nace una cosa indescriptible, Marlene y Max se cambian de mesa y Fanny Wehner, vestida de negro y rojo, se levanta, grita, maldice. También ella es preciosa, tiene un rostro dulce, pero una mirada helada, punzante. Lleva guantes negros y tacones. Resuenan sus pasos como lo hace su voz, como lo hace su risa. Es mala.

Se va descubriendo a los personajes poco a poco, a ritmo de frase en alemán y subtítulo proyectado en el fondo negro de la sala. Bendito subtítulo: salvada así maravillosamente la barrera de la lengua, que podría parecer infranqueable.  El alemán es una lengua agresiva, violenta, dura como lo es La roulotte (Der Wohnwagen). Un teatro pasional poco común. Es la plasmación de los sentimientos más instintivos, representados a través de rostros jóvenes cuya interpretación es perfecta. És vivir (wohnen) y atrevirse (wagen).

Se diferencia el carácter de cada uno a cada paso. Marie Rozoum es dulce, un tanto débil, un tanto humo, un tanto montaña rusa. Calla, luego lamenta, luego habla sobre el amor a través de la metáfora del gris. Del negro. Del blanco. Del negro que viste Grosse. Del blanco que viste Knobloch.

Uwe (Julius Brawer) es el dueño del bar. Tiene tatuajes de rotulador, una melena rubia y unas gafas negras. Está loco. Y qué locura tan bien hecha: se le ha caído una botella al suelo, se ha roto, y nadie se percata de que algo fue mal y eso no estaba previsto. Pero es un poco más tarde cuando el espectador, amenizado por unos subtítulos que ya no traducen las palabras dichas en la dura lengua germánica, sabrá hasta qué punto llegan las dotes de improvisación de este joven lánguido y de apariencia frágil.

Sublime también David Thibaut, con su doble personalidad sobre el escenario, criticando el hipster post-moderno a través de casi un esperpento, y luego gritando y gruñendo y arrastrando las palabras como los pies mientras lleva unos cuernos rojos entre sus rizos. Eualiptus.

La escenografía de Katharina Grosch, el vestuario de Franziska Schmittlein y la iluminación de Leander Hagen son la armonía perfecta en la Sala Beckett este frío sábado en Barcelona. Cambios de luz, focos dirigidos. A veces a Fanny Wehner sólo se le ven los labios rojos y la nariz aguda… Y mientras tanto, la barra, el árbol, la butaca, las mesas. Conjunto perfecto para dibujar una parte de la sociedad. La joven, la que baila, la que regala rosas e invita a cafés. Cuando no es muy caro. Berlín y Barcelona en paralelismo a través de la traducción de Grosse de los subtítulos.

Entonces los focos se dirigen de nuevo al público. Lo ciegan. Suena ese estruendo del principio y todos se pelean. Aprovechan bien el espacio. Caen al suelo. Se levantan. Escupen. Se para el tiempo.

Einen letzten Kuss. Ein zweiter letzten Kuss. Ein dritten letzten Kuss.

Y negro.



Artículo publicado en El Corso el pasado 25 de enero: http://elcorso.es/critica-de-la-roulotte-atreverse-a-vivir/ 

sábado, 7 de febrero de 2015

Un problema visceral (S.A.A.)

SEMINARI D'ANÀLISI DE L'ACTUALITAT

Cuando el pasado 9 de agosto se produjo el asesinato del joven negro Michael Brown a manos de un policía en Ferguson (Estados Unidos), parecían escucharse los ecos de aquel domingo sangriento en marzo de 1965 en Selma (Alabama), en plena lucha por los derechos civiles, cuando policías cargaban con gases lacrimógenos contra la minoría negra que pedía justicia a gritos.

Las muertes de Eric Garner en Nueva York y de Rumain Brisbon en Arizona son, como la de Brown, las puntas del iceberg del racismo que a lo largo de pasado verano de 2014 salieron a la superficie.

Hoy es siete de febrero de 2015 y parece que hayan pasado siglos desde que los medios se hacían eco de los disturbios en Ferguson. En este contexto de desconocimiento, El País publicaba el 16 de enero una crónica [1] sobre el estreno ese mismo mes de Selma, el filme de Ava DuVernay que retrata la lucha de Martin Luther King y concretamente la Marcha de Selma a Montgomery y la firma de la Ley del Derecho al Voto.

Dicha crónica servía a El País para dar voz al actor principal, David Olewoyo, diciendo que ahora “se necesita una autoridad independiente que vigile a la policía”. Con un subtítulo que dice alto y claro que Estados Unidos está de nuevo rodeado por conflictos raciales, la única referencia a éstos se encuentra en el cuerpo del texto y menciona la denuncia de identificaciones adicionales “como la reinvención de ese trato discriminatorio.”

Se trata de la documentación adicional necesaria para ejercer el derecho al voto. Derecho que se hizo universal en 1965 con la Ley que firmó el presidente Johnson y que a día de hoy continúa siendo foco de desigualdad racial.

Precisamente este punto trataba el reportaje de Radio Francia Internacional del 28 de agosto de 2014, en que Silvia Chocarro hacía una retrospectiva a la historia de la lucha por los derechos civiles y acababa tratando los ecos de la segregación en EE.UU. a día de hoy. Yokata Eadi, de la National Association for the Advancement of Colored People, explicaba con más claridad lo que El País deja caer con pinceladas.

Según ella, la Ley de Derecho al Voto daba potestad al Gobierno federal para anular medidas restrictivas adicionales para el voto negro. Ahora bien, recientemente se ha visto un retroceso y en 2013 una decisión de la Corte Suprema congeló la capacidad del Gobierno de paralizar medidas discriminatorias. Así, la aplicación de la Ley de Derecho al Voto ha dado pie a la instauración de sistemas adicionales de identificación o a mover los centros de voto de barrios afroamericanos y latinos.

Teniendo en cuenta estos precedentes, no puede menos que sorprender que en medios de comunicación con vocación de globalidad haya desaparecido así un problema tan visceral como lo ha sido la segregación racial en Estados Unidos. De hecho, partiendo del trato que estos medios (ahora me fijo en los españoles) hacen de Estados Unidos, y teniendo en cuenta el contexto pre-electoral y la voluntad de Obama de luchar contra la desigualdad, ¿no resulta un tanto incoherente que sólo se trate esa desigualdad en términos económicos?




[1] Un puente de Selma a Ferguson, Cristina F. Pereda. Edición impresa.



Nuria Ribas Costa